Fue en Zaragoza, el pasado sábado por la tarde en los cines Palafox, cuando mi chica y yo decidimos ver la película de Ridley Scott titulada “Un buen año”. Era la primera sesión, la ideal para meterse mano o echarse una siesta o ambas cosas ordenada y discretamente. Como podrás comprender a las cuatro de la tarde en la sala sólo estábamos los que se cuelan por ser familiares o amiguetes de los trabajadores del cine, además de unos pocos más refugiándonos de la lluvia. Esta cinta protagonizada por el actor australiano Russell Crowe se deja ver, que diría un amiguete mío. Pero si además estás hasta el gorro de la gran ciudad, de sus atascos por culpa de los guardias y de que ahora también los incorporen a los ándenes de las estaciones de metro y de cercanías, entre otras muchas cosas, te juro que se agradece ver una película donde se comprueba que el cielo es azul. Lo de azul no es un epíteto gratuito, pues en mi Madrid natal tan pronto se puede ver azul como en cualquier tonalidad del gris. Y eso en las afortunadas zonas donde se distingue el cielo, porque en muchos barrios a lo sumo disfrutamos de ranuras por las que barruntar que hay algo entre las azoteas de los edificios, si cometemos la imprudencia de mirar hacia arriba, con el riesgo que chocar con la marabunta que somos aquí abajo. No voy a destripar la historia ni a realizar una sesuda crítica cinematográfica. Sólo me limitaré a decir que para los cinéfilos será simplemente una película menor, un agradable entretenimiento de segunda, mientras que para quienes buscamos evadirnos de los malos años que nos esperan fuera de la sala oscura, está bien obsequiarse con una previsible película que habla del dinero, de la libertad y el precio que hay que pagar por ella, pero también de seres humanos, del amor y de la vida. Aunque lo más previsible de todo es que, una vez en la calle, volvemos a ser los actores secundarios de una película de esclavos del dinero y el reloj, sin vida propia ni amor del bueno.
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